La muerte es el auténtico genio inspirador o el musageta de la filosofía y por eso ésta fue definida por Sócrates como "preparación para la muerte". Difícilmente se filosofaría sin la muerte.
En el hombre, con la razón, comparece la espantosa certeza de la muerte. Mas, como en la naturaleza a todo mal se agrega un remedio o cuando menos una compensación, la propia reflexión que conlleva el conocimiento de la muerte proporciona también paraceres metafísicos destinados a consolarnos al respecto. Todas las religiones y todos los sistemas filosóficos se dirigen principalmente a este fin de procurar un antídoto contra la certeza de la muerte que sea producido por la razón reflexiva con sus propios medios. El grado en que alcanzan este fin es muy distinto, y una religión o filosofía facultará a los hombres mucho más que las otras a mirar con tranquilidad el rostro de la muerte. El brahamanismo y el budismo, que enseñan al hombre a considerarse como el ser originario mismo, el Brahma, el cual es ajeno a todo nacer y perecer, conseguirán mucho más que aquellas para las cuales el hombre está hecho de la nada y recibe de algún otro una existencia que hacen comenzar con el nacimiento. Con arreglo a ello, en la India encontramos una confianza y un menosprecio de la muerte inconcebibles en Occidente. De hecho, es una cuestión delicada inculcar tempranamente al hombre conceptos débiles e insostenibles a este respecto, haciéndole así para siempre incapaz de asumir concepciones más correctas y resistentes. Enseñarle, por ejemplo, que sólo desde hace poco ha surgido de la nada, en la que por lo tanto ha estado una eternidad y que pese a ello debe ser imperecedero en el futuro, es tanto como enseñarle que, aunque sea radicalmente la obra de algún otro, con todo debe ser responsable de su hacer y dejar de hacer por toda la eternidad. Cuando luego se impone el carácter insostenible de tales doctrinas al espíritu maduro e inclinado a la meditación, éste no tiene nada que poner en su lugar, ni siquiera es capaz de comprenderlo y se ve privado del consuelo que la naturaleza también le había destinado como compensación de la certeza de la muerte.
Se nos presenta el hecho innegable de que, conforme a la consciencia natural, el hombre no sólo tema la muerte de su propia persona más que ninguna otra cosa, sino que también llora intensamente la muerte de los suyos y no de un modo egoísta por su propia pérdida, sino por compasión hacia la enorme desgracia que concierne al otro; por eso también censura como duro de corazón e insensible a quien no llora ni muestra aflicción. Paralelamente a esto el deseo de venganza, en sus grados más altos, busca la muerte del rival, como el mayor de los males que le puede infligir...
En el hombre, con la razón, comparece la espantosa certeza de la muerte. Mas, como en la naturaleza a todo mal se agrega un remedio o cuando menos una compensación, la propia reflexión que conlleva el conocimiento de la muerte proporciona también paraceres metafísicos destinados a consolarnos al respecto. Todas las religiones y todos los sistemas filosóficos se dirigen principalmente a este fin de procurar un antídoto contra la certeza de la muerte que sea producido por la razón reflexiva con sus propios medios. El grado en que alcanzan este fin es muy distinto, y una religión o filosofía facultará a los hombres mucho más que las otras a mirar con tranquilidad el rostro de la muerte. El brahamanismo y el budismo, que enseñan al hombre a considerarse como el ser originario mismo, el Brahma, el cual es ajeno a todo nacer y perecer, conseguirán mucho más que aquellas para las cuales el hombre está hecho de la nada y recibe de algún otro una existencia que hacen comenzar con el nacimiento. Con arreglo a ello, en la India encontramos una confianza y un menosprecio de la muerte inconcebibles en Occidente. De hecho, es una cuestión delicada inculcar tempranamente al hombre conceptos débiles e insostenibles a este respecto, haciéndole así para siempre incapaz de asumir concepciones más correctas y resistentes. Enseñarle, por ejemplo, que sólo desde hace poco ha surgido de la nada, en la que por lo tanto ha estado una eternidad y que pese a ello debe ser imperecedero en el futuro, es tanto como enseñarle que, aunque sea radicalmente la obra de algún otro, con todo debe ser responsable de su hacer y dejar de hacer por toda la eternidad. Cuando luego se impone el carácter insostenible de tales doctrinas al espíritu maduro e inclinado a la meditación, éste no tiene nada que poner en su lugar, ni siquiera es capaz de comprenderlo y se ve privado del consuelo que la naturaleza también le había destinado como compensación de la certeza de la muerte.
Se nos presenta el hecho innegable de que, conforme a la consciencia natural, el hombre no sólo tema la muerte de su propia persona más que ninguna otra cosa, sino que también llora intensamente la muerte de los suyos y no de un modo egoísta por su propia pérdida, sino por compasión hacia la enorme desgracia que concierne al otro; por eso también censura como duro de corazón e insensible a quien no llora ni muestra aflicción. Paralelamente a esto el deseo de venganza, en sus grados más altos, busca la muerte del rival, como el mayor de los males que le puede infligir...
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